Ramiro Ordóñez
Ramiro Ordóñez, Rama para sus amigos que conocían la destreza del rubio pelicorto a la hora de bailar o de hacer algún deporte. Sí, a Ramiro se le hacía imposible ocultar cuán de madera era para esas cosas. Un joven de veintitantos años sumamente tranquilo, sensible y enamoradizo. Su corazón era tan grande como su pasión por la música y había sufrido tantos desamores como familiares tenía, y no es que su familia fuera chica, todo lo contrario.
Generalmente su vida transcurría sin sobresaltos, estudiaba psicología en la Universidad de Buenos Aires a la mañana, a la tarde se dedicaba a componer canciones o pasar un buen rato junto a su incondicional amiga guitarra y a la noche estudiaba de sus apuntes para estar al día con la siguiente clase. Súper responsable, uno de los mejores alumnos en su curso, y uno de los pocos varones que quedaban cursando aquella materia. Los fines de semana los pasaba en familia o con sus amigos, salvo los días en que necesitaba un momento para él y se quedaba encerrado en su departamento, acomodando sus ideas.
No era de muchas palabras, prefería escuchar, observar y escuchar un poco más, buscando el momento indicado para decir la palabra justa, pero a pesar de no ser muy hablador era un tipo bastante sociable, todos sus compañeros lo llamaban para salir, o para charlar un rato. Ramiro era la persona indicada a la hora de buscar a alguien con quién hablar, como psicólogo iba a llegar lejos, lo decía todo el mundo. Eso sí, a sus verdaderos amigos los contaba con la palma de la mano y no los cambiaba por nada. Por sobre todas las cosas estaba Marianella Rinaldi, su mano derecha, en algún momento había estado enamorado de ella pero necesitó poco tiempo para darse cuenta de que el amor que le tenía era el que se le tiene a una hermana y no a una novia. A ella le seguía Juan Morales, alias Tacho, compañero de mil aventuras, ellos dos eran como sus piernas, ellos eran su sostén, su equilibrio en la vida, su cable a tierra. Aparte de ellos estaban Jazmín Romero, la gitana, que tantos días había dedicado a enseñarle danzas españolas, esfuerzo en vano ya que él no había aprendido nada, y Thiago Bedoya, que le había enseñado que no tenía que prejuzgar, que no todos los hijos de padres ricos eran nenes de papá y que la vida lo había golpeado tanto o más que a cualquier otra persona con menos recursos.
Cualquiera de los cuatro hubiera respondido lo mismo si les preguntaban ¿Cómo es Ramiro Ordóñez? Una persona increíble, un amigo de fierro, un poco inseguro de sí mismo y un romántico incurable.
Muchas chicas lo catalogaban como el hombre perfecto, pero a pesar de eso Ramiro seguía siendo un joven de poca suerte en los temas del amor. Si le seguían cerrando las puertas en la cara iba a tener que buscarse una nueva nariz porque la suya iba a morir aplastada. Él estaba despreocupado, se enamoraba fácilmente, sí, pero no iba buscando al amor, dejaba que el amor lo encontrara, y sabía que la persona justa iba a llegar en el momento indicado. Estaba seguro de que mientras más empeño pusiera en encontrarse con el amor más desencuentros tendría, así que dejaba que las cosas fluyan a su manera y él se enamoraba de la vida.
Desde siempre había soñado con poder pisar el continente Europeo, más precisamente poner sus dos pies en Francia y caminar hasta el cansancio. Hacía unos años había ido a un par de clases de francés, por si acaso, y hasta se había comprado una boina negra para sentirse menos extranjero cuando, algún día pisara aquél país. Y ese algún día había llegado.
En el mismísimo momento en el que pisó el avión de ida su vida cambió para siempre. Había decidido que el Ramiro lleno de inseguridades y con mala suerte en el amor iba a quedar en Buenos Aires, mientras que en Francia se mostraría como el ganador, como el seguro, como el que, verdaderamente, no era, porque claro, cuando uno empieza de cero es muy fácil ponerse máscaras y aparentar ser lo que uno quiere ser. Una decisión estúpida, pero solo iba a darse cuenta días más tarde.
Ya había recorrido el museo de Louvre de pies a cabeza, y se había perdido en todos los recorridos que había hecho, había subido y bajado la Torre Eiffel unas cinco veces (tanto por ascensor como por escaleras), había caminado por Le Champs Elissé una incontable cantidad de veces, había hablado con muchísimas mujeres en un francés muy precario, y había robado suspiros de varias muchachas. Ese era el Ramiro con el que siempre había soñado ser, el de pisada fuerte, el modelo carilindo, el que caminaba con aires de superior. Pero ahora que veía cómo era ser así no le estaba gustando, no se reconocía cuando se miraba al espejo, veía a una persona fría, una persona que se llevaba la vida por delante sin importarle absolutamente nada y él estaba lejos de querer ser así.
Si a la gente no le gustaba lo que veía, problema de la gente, él se iba a sacar esa careta e iba a volver a ser el Ramiro Ordóñez lleno de dudas de siempre, con la diferencia de que ahora se aceptaba tal y como era y estaba a gusto con él mismo.
Las tardes de París lo llenaban de inspiración, que volcaba rasgueando las cuerdas de su guitarra mientras acompañaba la melodía con su voz. Esa tarde no era la excepción. Se encontraba sumamente concentrado entonando la canción “Do you want to know a secret” de los Beatles y la gente empezaba a juntarse a su alrededor para escucharlo. Eso no era nada nuevo, los parisinos solían acercarse a donde estaba él, disfrutaban de sus canciones y además sabían que él no pedía nada a cambio, ni siquiera esperaba que lo aplaudieran, él lo hacía por y para él, porque le hacía bien y porque era lo que amaba. La canción había finalizado y todo su público había vuelto a esparcirse por la plaza para seguir con lo que cada uno hacía, todo el público menos una muchacha de larga melena rubia.
- Félicitations, j'ai adoré-Dijo la rubia en un perfecto francés, con una sonrisa radiante en su cara. El rubio levantó la mirada y se encontró con los ojos de la chica que le acababa de hablar, con sus miradas conectadas el resto del mundo había desaparecido.-¿Comment tu te appellez?-Preguntó ella sentándose al lado de Ramiro en el banco.
-Je… Je m’ appelle Ramiro-Contestó él titubeando, en un francés muy mal pronunciado. En ese momento el muchacho se maldecía a sí mismo por haberse ausentado a tantas clases de Francés por culpa de Sofía, otro de sus amores no correspondidos, y por haberse animado a mirar a los ojos a la rubia que lo estaba encandilando con su belleza.
-¿Quel est votre nationalite?-Preguntó ella con total naturalidad dejando que su armoniosa voz llenara los oídos Ramiro. Y para ese momento Ramiro sentía que estaba escuchando el cantar de los ángeles y que estaba en el cielo.
-Je suis argentin-Respondió él con una sonrisa, no porque había podido responder esa pregunta, sino porque se sentía increíblemente feliz al lado de aquella chica que todavía no le había dicho su nombre.
-¡Qué casualidad! Yo también soy de Argentina-Exclamó totalmente entusiasmada dejando que su sonrisa se ensanchara aún más y que el corazón de Ramiro esté a punto de salírsele del pecho en cualquier momento.
-¿Y cómo te llamás?-Preguntó él ahora un poco más seguro.
-Valeria, pero prefiero que me digan Vale.
-Un gusto Vale, yo prefiero Rama, pero como quieras decirme está perfecto.-Él le sonrió tiernamente y ella le devolvió la sonrisa. La conexión que había entre los dos era única y la cantidad de sentimientos que estaban apareciendo en el interior del rubio pelicorto era realmente increíble.
En ese momento Ramiro Ordóñez había encontrado al amor de su vida, y esta vez no era otra de las trampas que le ponía el destino, esta vez era su verdadero amor, lo que había estado esperando durante sus escasos veinticuatro años de vida. Había estado hablando con Valeria por horas y ni siquiera se había dado cuenta del paso del tiempo, sentía que la conocía de toda la vida y que era estaban hechos el uno para el otro.
-Bueno tronco…-Empezó a decir ella mientras se paraba del asiento, cuando él soltó una carcajada-¿Qué pasa?
-¿Me dijiste Tronco?
-Sí, ¿no me dijiste que preferías que te diga así?
-No, Rama dije.
-Bueno, tronco, rama, es todo lo mismo…
-Está bien igual, además me gusta cómo suena.
-Te bautizo como Tronco, eso sí, no quiero que nadie más te diga así porque se pudre todo eh.-Dijo ella a
modo de amenaza, levantando su dedo índice para señalarlo a él.
-Quedate tranqui Vale, vos sos la única a la que le voy a dejar decirme tronco.-Y una vez más se sonrieron
mutuamente.
-Bueno, como te decía, me voy yendo porque ya es tarde… Mañana vuelvo a pasar por la plaza a ver si estás y te escucho cantar un rato.
-Dale, a ver cuándo te animás a cantar conmigo.
Después de ese día, las tardes que pasaba tocando en la plaza ya no eran por ni para él, ahora eran exclusivamente para ella, todas y cada una de las notas que salían de su guitarra, todas y cada una de las palabras que salían de su boca, todas las canciones, todas las tardes, todo estaba totalmente dedicado a ella.
Y su alma ya no andaba sola tropezándose con los desamores. Su alma había afirmado sus pies sobre la tierra o más bien en el cuerpo de la rubia, porque hasta su alma era para ella.
Esa tarde no sonaban los Beatles como las tardes anteriores, ese día solo se escuchaban sus corazones. Sus corazones y sus labios, que iban al ritmo acelerado que habían adquirido sus corazones. Y si de fondo sonaba Carla Bruni o La Rama te mueve ninguno de los dos se había dado cuenta, bueno quizás ella sí, porque Rama le movía toda la estantería, como diría Marianella.
A mi media naranjú.
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